El Secreto de Mi Prometido romance Capítulo 270

—Ve y quítale las cuerdas.—le dijo Daniel a Jaime.—¿Qué sentido tiene mantenerla atada?

—Sí.—respondió Jaime, y caminó hacia donde estaba Luisa.

Todos los presentes escucharon con total claridad la conversación entre ambos. Momentos antes, Daniel había ordenado a sus hombres que abusaran de Luisa.

Ellos se habían lanzado sobre ella como una jauría hambrienta.

Luisa estaba tendida boca abajo en el borde del edificio, algo alejada de todos.

Cuando el grupo apenas iba a mitad de camino, al escuchar lo que dijo Daniel, se detuvieron todos al mismo tiempo. Tragaban saliva con ansias, los ojos encendidos de deseo mientras miraban fijamente a Luisa, esperando impacientes a que Jaime soltara de las cuerdas.

Luisa fulminaba a Daniel con la mirada, cargada de un odio tan feroz que parecía que intentaba hacerlo pedazos con los ojos.

A ese depravado le fascinaba ese tipo de mirada. Sonrió con malicia, y su voz sonó complacida: —¿Me odias?

—Qué pena. Acabar contigo es tan fácil como aplastar una hormiga. Por más que me odies, no puedes hacerme nada. La ira de los desventajados es mi combustible.

Jaime llegó a su lado con unos cuantos pasos, tomó a Luisa y la arrastró lejos del borde del edificio. Después, estiró la mano y le quitó las cuerdas que la ataban.

En el mismo instante en que quedó libre, Luisa se lanzó como una fiera directamente hacia Daniel.

Como Jaime la había arrastrado hasta casi al lado de él, ahora estaban muy cerca. Tan pronto Luisa se abalanzó, ni siquiera Jaime tuvo el tiempo de reaccionar.

Los otros hombres de Daniel estaban completamente sumidos en pensamientos lascivos, desesperados por ultrajar a la mujer. La veían como una frágil e indefensa, incapaces de imaginar que se atrevería a lanzarse contra Daniel en cuanto la soltaran.

Por eso, nadie la paró en ese primer momento.

Luisa logró llegar hasta Daniel.

Él reaccionó rápido y esquivó por poco un ataque que podría haber sido mortal.

Una vez la subieron al edificio, ella tenía el rostro pálido y la mirada llena de miedo. A los ojos de Daniel, no era diferente de cualquier otra niña mimada: temerosa, débil, molesta. Una mujer que solo sabía actuar como la princesa en apuros.

Jamás imaginó que tuviera el valor de enfrentarlo a muerte, y menos que supiera pelear con tanta habilidad.

Daniel había crecido en Solévia, bajo la tutela de un padrino mafioso. Las cosas que había vivido no eran soportables para un ser humano cualquiera.

A los doce años, su padrino lo lanzó a una isla desierta para que sobreviviera a su suerte.

A los dieciséis, fue arrojado a una arena de combate, donde luchó a muerte contra bestias salvajes.

El día que salió con vida del coliseo, obtuvo su primera unidad armada. Desde entonces, comenzó a ejecutar los negocios más turbios del padrino: enfrentándose a otras bandas, robando, matando, y entrenándose bajo una disciplina militar igualable a la de un mercenario.

A los dieciocho años, la influencia de Daniel ya era tan grande que incluso podía plantar cara al ejército local de Solévia.

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