Ella fue borrando una por una las palabras del correo electrónico.
Ya estaba todo listo, había hecho todo lo que debía hacer. En cuanto a la forma cómo Andrés decidiría manejar lo de Valentina, eso ya no era asunto suyo.
Era fin de semana, así que Luisa no tenía que ir al bufete.
Bebió apresurada un vaso de leche y se comió un sándwich para salir del paso.
Pero la inquietud en su interior no disminuyó en lo más mínimo.
Luisa vio que afuera brillaba el sol, así que se arregló con rapidez y salió a despejar un poco la mente.
Cerca de la hacienda donde vivía Luisa había un parque muy grande, y ella fue caminando hasta ese lugar.
En los fines de semana el parque se llenaba de gente; muchos padres llevaban a sus hijos a jugar.
Los árboles, de hojas perennes durante todo el año, lucían un imponente verde intenso y frondoso.
Los tulipanes y las rosas florecían al mismo tiempo, compitiendo en belleza, en un espectáculo deslumbrante.
En el césped había muchas personas haciendo picnic, y también niños entretenidos volando cometas.
Luisa paseaba por el césped y, al contemplar aquella escena tan llena de vida cotidiana, su malestar interior se desapareció de inmediato.
Anduvo sin rumbo fijo durante más de diez minutos, y luego se sentó a descansar un poco en un banco de madera debajo de un gran árbol.
De pronto, escuchó el llanto entrecortado de una niña.
Luisa siguió con cuidado el sonido y, detrás de una escultura no muy lejos de allí encontró a una niña llorando.
La niña vestía un trajecito rosa sobre un suéter blanco de punto; llevaba el cabello en dos moñitas adornadas con unas gomitas con orejitas de conejo peludas.
Luisa reconoció de inmediato que la ropa de la niña era de una marca de lujo infantil, y que los tiernos adornos con orejitas de conejo en su cabeza eran iguales a los que tenía Violeta, cuyo precio ascendía a diez mil dólares.
Luisa se acercó con cierta curiosidad y le preguntó: —Hola, pequeña, ¿qué te pasa?
La bella niña tenía los ojitos como de cervatillo completamente enrojecidos por el llanto, y el rostro cubierto de lágrimas. —Yo... yo me perdí de mi mamá... buuuu...
Tal como Luisa lo había sospechado.
—¿Recuerdas el número de teléfono de tu mamá? —le preguntó Luisa.
La niña le cogió la mano de manera obediente y la siguió sin protestar.
Al llegar al centro de administración, Luisa explicó al personal la situación de la pequeña.
Una de las trabajadoras del lugar le preguntó: —Pequeña, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Aída.—respondió la niña con un tono de voz muy suave y dulce.
El personal enseguida activó el sistema de altavoces.
—Señora Berta, su hija Aída se ha perdido en el parque. Si escucha este anuncio, por favor diríjase enseguida al centro de administración en la entrada norte del parque.
El parque era grande, pero por suerte había altavoces instalados en distintos lugares.
No pasó mucho tiempo antes de que Berta llegara corriendo al centro de administración.
En el momento en que la vio, Luisa quedó paralizada.
¿No era esa la tía de Francisco?
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